Remedios contra la envidia
Por Christián Carman
Marco Fabio Quintiliano, un romano del siglo I d.C., fue probablemente el mejor maestro de oratoria de todos los tiempos. Cuando ya se acercaba a su vejez, sus amigos le insistían en que escribiera un manual de oratoria. Por suerte les hizo caso y escribió la Institutio Oratoria, un manual muy voluminoso, de unas 1000 páginas en el que están todos los secretos que debe conocer un buen orador. Tal vez, todo el volumen pueda resumirse en una frase del libro XII: el buen orador no es el que solo enseña, sino el que logra conmover al auditorio, provocar emociones. En esto, Quintiliano se hundía en una tradición que se remonta al menos hasta los griegos. De hecho, Aristóteles dedica todo el segundo libro de su Retórica, a clasificar y explicar las emociones porque, para provocarlas, el orador debe conocerlas y entenderlas. Ese libro segundo es una joya. Lleno de intuiciones geniales.
Cuando clasifica los distintos tipos de tristeza, dedica unas páginas lucidísimas a la envidia. Para Aristóteles, la envidia es la tristeza que te provoca el bien ajeno. Pero unas páginas atrás, él mismo había dicho que la tristeza era la emoción que te produce el estar frente a un mal propio, frente a algo que a vos te hace mal. ¿Cómo puede ser que tu tristeza la provoque el bien del otro y no un mal propio? La respuesta es obvia: de alguna manera, el que el otro tenga un bien te produce a vos un mal. Porque, insiste Aristóteles, uno cree que el bien del otro te quita a vos reconocimiento, frente a los demás, o frente a vos mismo. La quita de reconocimiento es el mal que te entristece.
Que mi vecino haya pintado su casa y esté ahora más linda que la mía, me produce tristeza porque su bien me quita reconocimiento: ya no soy el que tiene la casa más linda de la cuadra. Reconocer el mal que nos provoca el bien del otro, es la clave para combatir la tristeza porque, por lo general, es medio pavote. ¿Realmente vale la pena amargarme porque lo que piensen los que pasan por mi cuadra?
Por eso, los medievales proponían dos remedios infalibles para combatir la tristeza. El primero es evitar compararse con los demás todo el tiempo. La tristeza de la envidia nace de la comparación. Gregorio Magno decía que solo se envidia al que se cree mejor que uno. Al compararme y ver que en eso es mejor, me entristezco. Si dejo de compararme, ya no me entristece el bien del otro.
Pero el segundo remedio es todavía mejor: amar. La lógica medieval es impecable. Amar es desear el bien del otro. Cuando obtengo lo que deseo, me alegro, no me entristezco. Porque desearlo es convertirlo en un bien para mí. Así, cuando el otro tiene un bien, no me entristece. Me alegra. Porque su bien, es un bien para mí también.
Si envidiás, te entristece el bien del otro; si no te comparás, ya no te entristece. Pero si amás, te alegra. Siempre, siempre, amar es el mejor negocio.
Christián Carman
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