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Los dos envidiosos
Por Christián Carman
Hay vicios personales. Todos los conocemos. Pero también hay vicios sociales. Hay vicios arraigados más en algunas sociedades que en otras. Éste era un reino que se caracterizaba por que la gran mayoría de sus habitantes eran muy envidiosos. El rey, cansado de los problemas de convivencia que esto traía, quiso cortar por lo sano e hizo traer a los dos más envidiosos de todo el pueblo. Convocó a todo el pueblo y, con un envidioso a cada lado, comenzó: “Aquí están los dos habitantes más envidiosos de todo nuestro reino”. El pueblo, entusiasmado con que finalmente recibirían su merecido, comenzó a abuchearlos. “¡Silencio!” –gritó el rey alzando la mano derecha– ¡Silencio!” y dirigiéndose a los dos envidiosos, les dijo: “Pídanme lo que quieran y yo se los voy a conceder”. El pueblo no entendía nada. Se hizo un silencio infinito. Casi se podía oír el pensamiento de los dos envidiosos que, felices, hacían desfilar por su mente todas las riquezas para ver cuál elegían. “A cada uno le concederé lo que me pida –repitió el rey– pero sepan que a cada uno le concederé el doble de lo que el otro me pida.” La cara de los dos envidiosos se transformó. Querían muchas cosas, pero no querían que el otro tuviera más.
Aristóteles dice que la envidia es la tristeza que se produce en nosotros por el bien que recibe otro. Pero hay un problema con esa definición porque la tristeza siempre es producida por un mal que nosotros sufrimos, no por un bien que otro recibe. La solución al problema nos muestra el corazón de la envidia: nos entristece el bien del otro porque lo consideramos un mal para nosotros. Es la más estúpida de las emociones porque no tiene razón de ser. Es razonable que nos entristezcamos cuando nos sucede un mal. Pero es absurdo que consideremos malo algo que no lo es y que, encima, nos entristezcamos por eso. Es ir a buscar la tristeza allí donde no hay motivo. Aunque absurda, es terrible.
El primer envidioso hizo un silencio largo. No podía creer lo que había escuchado, así que se lo repitió, para chequear que había comprendido bien: “¿O sea que si yo pido un caballo, a mí me darás un caballo, pero a él dos?”. “Exacto” –dijo el rey– “¿Qué quieres?” Pensó mucho. Su cara de dolor manifestaba la lucha interior que estaba teniendo. Después de un largo rato, lo miró y le dijo, resignado: “No quiero nada. Gracias”.
El segundo envidioso lo miró con una cara de odio indescriptible. Y rápidamente dijo al rey: “Yo, en cambio, sí voy a pedirte algo. Yo sí quiero algo. Quiero … que me arranquen un ojo”.
El primer envidioso fue capaz de no ganar nada, con tal de que el otro no gane más. El segundo fue peor. Fue capaz de lastimarse, para lastimar al otro aún más.
Tomás de Aquino pone, entre los hijos de la envidia, al odio. Uno termina odiando a quien envidia. Y, si hay algo que lastima más que la tristeza, es el odio.
Christián Carman
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