Al rescate de la palabra
Santiago Tissembaum Augé nos cuenta acerca del primer encuentro de “El poder de las palabras”, con Mariano Sigman.
Las palabras son una suerte de milagro para nuestra especie. Nos otorgan la posibilidad de comunicar ideas con una asombrosa precisión. Aunque actualmente parecen haber perdido esa virtud. En esta primera clase sobre el poder de las palabras, Mariano Sigman nos mostrará cómo hemos llegado a esta situación, y el camino para salir de allí.
Partimos de la idea de que las palabras tienen la capacidad de demostrar lo que es cierto de lo que no lo es. Es decir, un valor verdadero al que llegamos a través de la lógica. Por ejemplo: París es la capital de Francia, por lo tanto, París está en Francia. Esta simple deducción, es muy difícil de realizar a través de otros canales como la música o el baile. Pero las palabras no sólo son utilizadas para establecer este tipo de lógicas, sino también para dar cuerpo a representaciones subjetivas pertenecientes al campo de la moral. A través de ellas, podemos intercambiar argumentos y entender las posturas de los demás.
El problema es que hoy en día esas bondades no parecen observarse en la realidad. Vemos discusiones en las redes sociales, o entre políticos, donde uno afirma algo, el otro lo exactamente opuesto, y ambos parecen convivir en esa inconsistencia lógica, donde ambas no pueden ser verdad. De esta manera, las mentiras, más conocidas como fake news, se plantean como algo cotidiano con lo que debemos lidiar.
Uno de los primeros estudios de este fenómeno fue realizado por Soroush Vosoughi. La búsqueda fue desarrollar un algoritmo que pudiera predecir cuándo una afirmación hecha en Twitter era verdadera o falsa. Para ello, recolectaron más de 126.000 historias publicadas en esta red social. De todas las variables que se podrían considerar para diferenciar la verdad de la mentira, la que mejor funcionó fue cuánto se propagaba la noticia. Cuando se trataba de algo falso, el mensaje viajaba más rápido, por más tiempo y más profundamente. Así, la conclusión fue que, si algo se volvía viral, era muy probable que se tratara de una fake new.
¿Por qué pasa esto? Mariano marca que la trama de una historia falsa, así como la ficción, no tiene los límites de lo verdadero. Pero nos advierte que esto no quiere decir que el argumento no tenga consistencia lógica, sino que la posee dentro de ese mundo particular, no en el de la realidad.
A partir de esta crisis de la palabra, Mariano comenzó a rescatarla. Lo hizo de la mejor manera posible: con ciencia. Nos mostró que, en realidad, el lenguaje no perdió sus capacidades, sino que cada vez lo implementamos menos en el espacio correcto: el de la conversación. Para esto, fuimos viendo experimentos donde los individuos enfrentaban un problema al cual tenían que dar una respuesta individual. Luego, debían conversar con otras personas para llegar a una respuesta grupal.
El primero fue el estudio llevado a cabo por Hugo Mercier, quien lo puso en práctica preguntando sobre la veracidad de cierta proposición lógica. En este caso existía una respuesta correcta, y se analizaba cuánto podían modificarse las decisiones de aquellos que estaban errados a partir de escuchar los argumentos correctos. Lo que encontró fue que, cuanto más tiempo se les daba para intercambiar ideas, la respuesta correcta tendía a imponerse.
También vimos otros casos donde no se podía obtener la respuesta verdadera mediante la lógica. Nos contó sobre el experimento realizado junto a Joaquín Navajas y otros colegas, en el que las respuestas solo se podían inferir en ese momento, Por ejemplo, la altura de la torre Eiffel. Los resultados mostraron que las estimaciones grupales llevaban a mejor puerto que cualquier combinación matemática de las respuestas individuales (como podría ser el promedio de éstas). La clave aquí fue que los individuos no discutían solamente los resultados, sino los procesos mediante los cuales llegaban a ellos. Esgrimían argumentos a través de la razón.
Yendo más allá, junto a Dan Ariely investigaron qué ocurría cuando se planteaban preguntas de carácter moral. Una de ellas era si estaba bien que dos hermanos que se atraían sexualmente consumaran el acto. Cuanto más divergentes se planteen las posiciones de partida, sería menos imaginable llegar a un punto en común. Lo interesante es que, en esos casos, encontraron que la probabilidad de acordar rondaba el 50%, valor muy por encima de lo que uno hubiera pensado a priori.
¿Por qué creemos, entonces, que es tan improbable llegar a estos consensos? Mariano comenta que es genuino pensar de esta manera, ya que es lo que vemos día a día en las redes sociales. Pero nos aclara que, en general, esos casos no representan a individuos hablándose entre sí. «Tres personas que se pelean en Twitter no están conversando, están vociferando con un megáfono cada uno. Eso no tiene nada que ver con la conversación», remarcó.
Otros profesores de Baikal también hacen foco en este punto. Marcelo Rinesi sostuvo días atrás que lo que hacemos en las redes sociales “no es un reflejo de relaciones específicas, sino más bien de nuestras preferencias e identidades en política, consumo y cultura”, y que no debemos entenderlas como una esfera de debate público, porque no lo son. Por otro lado, Christián Carman nos habló sobre la diferencia que hace Sócrates entre la fama y el honor. La primera refiere a la búsqueda del reconocimiento de la mayoría sin importar el medio, mientras que la segunda reside en el reconocimiento de los especialistas, de aquellos particulares cuya opinión vale la pena. Lamentablemente, nos enfocamos cada vez más en la primera categoría.
Concluyendo, Mariano nos alerta que las redes sociales representan un nuevo formato: la palabra hablada pero escrita. Es decir, tiene toda la celeridad y el modo irreflexivo con la que uno habla, pero se plasma en una plataforma con visibilidad y permanencia infinita. En esos casos, el lenguaje pierde toda su razón de ser. Pero, como vimos en los experimentos, en un lugar donde prime la conversación, «la palabra puede catalizar el proceso de reflexión hacia un modelo correcto de la realidad».
Santiago Tissembaum Augé.
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