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Descartes, el profeta de la mente

Por Christián Carman

Naamán era el jefe del ejército del Rey de Siria, pero sufría terriblemente. Tenía lepra, con todo lo que eso implicaba. Aunque no era una persona muy creyente, mucho menos de dioses extranjeros, cuando se enteró que había un profeta en Israel que hacía milagros, decidió ir a su encuentro. Consiguió una carta de recomendación del mismísimo rey y fue en busca del profeta. Eliseo, así se llamaba el profeta, lo recibió amablemente y le dijo que para curarse simplemente debía sumergirse siete veces en las aguas del río Jordán. Naamán se fue indignado. Esperaba que le impusiera las manos, que hiciera oraciones, tal vez que lo untara con alguna pomada sagrada, pero ¿meterse en un río?, ¿y por qué en el Jordán?, ¿acaso los ríos de Damasco no eran mejores? Era absurdo. Decidió no hacerlo y se volvió enojadísimo. Pero de regreso, unos criados se acercaron y le dijeron: “Señor, si el profeta le hubiera mandado hacer algo difícil, ¿no lo habría hecho? Pues con mayor razón si solo le ha dicho que se lave”. Por suerte Naamán volvió, se sumergió en el Jordán y se curó. 

La reacción de Naamán la tenemos todos: sospechamos de las soluciones sencillas, pensamos que a problemas difíciles corresponden soluciones difíciles. Muchas veces es así, pero otras no, y es tan poco lo que perdemos probando que sería una estupidez no intentarlo.

Probablemente más difícil todavía que curar la lepra del cuerpo es curar las enfermedades de la mente. Cuando uno está enfermo, el organismo no funciona bien. La mente está hecha para conocer y razonar. Cuando lo hacemos mal, nuestra mente está enferma. 

René Descartes es el profeta Eliseo de la mente: plantea una forma de curarla sumamente sencilla. Propone algo tan básico que desconfiamos. Dice que los problemas que tenemos para conocer bien no tienen que ver con nuestra capacidad, sino con como usamos esa capacidad. Propone un método muy sencillo. Solo cuatro pasos, contra siete sumergidas en el jordán. Primero: evitar la precipitación en el juicio y no aceptar como verdadero sino lo que veo con absoluta claridad. Segundo: dividir cada una de las dificultades en cuantas partes fuere posible. Tercero: conducir ordenadamente los pensamientos, empezando por los objetos más simples y más fáciles de conocer, para ir ascendiendo poco a poco, gradualmente, hasta el conocimiento de los más complejos. Cuarto: revisar todo.  

¿Demasiado sencillo? Lo mismo le pareció a Naamán.

Christián Carman

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