¿Qué es la inteligencia artificial?
Lo que dificulta entender las posibilidades de la IA es que crecimos con ella. Pensamos sobre aplicaciones militares y nos aparece Skynet atacando preventivamente a la humanidad. Nos dicen que un auto se maneja solo y nos preguntamos si KITT mataría a un inocente para salvar a Michael. Imaginamos robots reemplazando obreros, no ejecutivos. Nos tranquiliza que una computadora jamás podrá entender una contradicción o un sentimiento, que el Capitán Kirk siempre puede vencer con intuición y una jugada ilógica.
Nada de esto es real, y es irreal en un sentido más profundo que el ficcional. Proyectamos en la ficción sueños y pesadillas humanos, y tras décadas o siglos de hacerlo, nuestras discusiones éticas y estratégicas sobre IA son en gran parte discusiones sobre nosotros mismos, no sobre la tecnología en sí. Como remarcó el escritor Ted Chiang, Silicon Valley imagina inteligencias artificiales destruyendo el planeta en la persecución hiperinteligente pero compulsiva de sus objetivos de negocios esencialmente porque eso es lo que temen o sueñan para sus compañías.
Lo que ya estamos construyendo no son «mentes» en ningún sentido metafísico u operacional. No son cerebros artificiales o robots pensantes. Ocupan el lugar ontológicamente novedoso de los programas de computadora, algo intermedio entre el reflejo de un insecto y una fórmula matemática. Una rata tiene más que ver con un humano que la más sofisticada IA, y no porque todavía no sea lo suficientemente avanzada, sino porque no es lo que es.
Esto no quiere decir que no sean poderosas. Al contrario.
Es incorrecto, pero lingüísticamente inevitable, decir que una IA «juega al ajedrez,» y que la frase implica que podría hacer otras cosas, cuando es simplemente una receta. Pero si no es más que una receta imposiblemente complicada para elegir jugadas de ajedrez, algunas versiones son tan poderosas que las jugadas que sugieren son superhumanamente efectivas. Recetas que fueron sintetizadas desde cero, sin referencia a la larga y riquísima cultura humana del ajedrez. No es una mente, es un libro de reglas (largo, larguísimo, tanto que hacemos que una computadora las siga), pero es uno que podemos automatizar y usar para ganar al ajedrez, el póker, cada juego que tradicionalmente requería de cierta cualidad que los robots de las series y películas jamás podrían tener, como bluffear, intuir, o inventar. No hacen nada de eso, así como la Regla de Tres no siente satisfacción. Pero funcionan.
Uno de los grandes descubrimientos filosóficos contemporáneos es simplemente ese, que algunas de las actividades intelectuales y creativas más sofisticadas, tal vez todas, no requieren de una mente. Que la humanidad es tan irrelevante a ellas que la habilidad superhumana ni siquiera requiere de una conciencia sub-humana. Elegir la siguiente jugada de ajedrez, o el siguiente paso en la solución de un teorema, no es diferente a continuar una suma o cerrar la entrada de agua a la mochila de un inodoro. No es una idea agradable, especialmente si alguna de esas actividades intelectuales es algo a lo que dedicamos años de nuestra vida y de la que derivamos disfrute, éxito, posición social, e incluso parte de nuestra identidad. Pero funcionan.
Hoy es ajedrez, póker, algunos otros juegos, pero cada mes es algo más. Los autos sin chofer son una curiosidad, una distracción casi anticuaria, porque hacen lo que los humanos ya pueden. Lo que está a la vuelta de la esquina son dispositivos que ningún humano podría diseñar, hechos de materiales soñados por computadoras, construidos en fábricas demasiado eficientes y complejas para supervisores humanos, vendidos con estrategias tan complejas y personalizadas que llamarlo «marketing» sería hablar de caballería para referirse a tanques, e imposibles de explicar en un powerpoint o mil. Ciclos de diseño de drogas exponencialmente más rápidos, organizaciones donde la información no fluye, sino que está, y la decisión más mínima -la haga una pantalla o un departamento- tiene la sofisticación que hoy no tienen las estrategias de CEOs y entrepreneurs.
Esta es una transición nada menos que traumática, y posiblemente muy pocas organizaciones la hagan. El cuello de botella no son el dinero o la tecnología. Ya hoy son poquísimas las organizaciones que utilizan una fracción de lo que está disponible y podrían fácilmente pagar. Es simplemente lo extraño del escenario, y el costo psicológico de transferir a una computadora actividades que sentimos que nos definen. Empresarios y líderes políticos sueñan con tecnologías que faciliten sus vidas sin cambiar sus roles: que reemplacen empleados, predigan el comportamiento de las masas, o en otras palabras, que mejoren la efectividad de la organización que lideran, pero fundamentalmente que aumenten su poder.
Eso es posible, y es lo que muchos están haciendo. Y al hacerlo, al integrar IA como si fuese una luz eléctrica iluminando un taller manual, se están declarando mortalmente obsoletos en la competencia importante, la que define las grandes fortunas y las grandes victorias, la que es ganada no siendo mejor sino siendo otra cosa. La ventaja la tendrán las organizaciones que utilicen IA no para reemplazar humanos sino para hacer lo que los humanos no pueden, aquellas que busquen y acepten la innovación que sólo puede obtenerse a través de construir software que hace algo profundamente valioso mejor que los humanos, y entonces dejarlo hacer.
Requiere ambición y humildad – el querer más y el estar dispuesto a hacer menos – y la tolerancia de la innovación más incómoda, redefinir la idea misma de qué es la organización. Pocas organizaciones harán ese paso. Tal vez sean más las que empiecen de cero.
Sea como sea, esa es la economía que ya estamos construyendo. Más extraña de lo que en general imaginamos. Exponencialmente más inteligente. Poca de esa inteligencia antropomórfica, o incluso consciente, pero sin embargo fuente de innovación y operativamente en control.
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