Quemar las naves
Por Christián Carman
Una noche, mientras Tales, el primer filósofo griego, paseaba por Mileto contemplando las estrellas, cayó en un pozo. Una joven de Tracia que pasaba por ahí se rió a carcajadas marcándole que quería conocer las cosas del cielo pero no sabía lo que tenía delante de sus pies. Esta anécdota la conocemos por Platón, que le encantaba contarla. La ponía siempre como ejemplo de lo que él consideraba una virtud de los verdaderos filósofos: vivir tan conectados con el más allá, que se pierden en la vida cotidiana: se olvidan de pagar las cuentas, no saben a cuánto está el dólar ni dónde dejaron el auto. Su cuerpo –dice Platón– habita en la ciudad, pero su pensamiento vuela por las alturas.
A Aristóteles no le gustaba para nada esa visión que Platón tenía del filósofo. Por eso a la historia que contaba Platón, oponía otra que también se atribuía a Tales. Como se le reprochaba su pobreza por haber decidido dedicarte a la filosofía, un día Tales, previendo, gracias a sus conocimientos que habría una buena cosecha de aceitunas cuando todavía era invierno, alquiló con el poco dinero que tenía todos los molinos de aceite de Mileto y Quíos, por muy bajo precio porque no tenía ningún competidor. Cuando llegó el momento oportuno, y aumentó tremendamente la demanda, él los realquiló a precios desorbitantes. Aristóteles remata: “Tales demostró así que es fácil para los filósofos enriquecerse, si quieren, pero no es eso lo que les interesa.” Él mismo lo probó con su vida. Hizo muchísimo dinero cuando interrumpió durante algunos años su carrera filosófica para convertirse en nada menos que el tutor de Alejandro Magno, el hijo de Filipo II, rey de Macedonia.
Alejandro siempre apreció muchísimo las enseñanzas que recibió de su tutor. De hecho, todavía se conserva una copia de una carta en la que Alejandro, al enterarse que Aristóteles estaba publicando libros, le reprocha: “¿en qué superaré a otros hombres si las doctrinas en las que he sido educado han de ser propiedad común de todos los hombres?”. La aplicación de una de las grandes enseñanzas de Aristóteles se vio cuando, en el año 335 a.C., Alejandro, que ya había sucedido a su padre en el trono, observó que en la costa fenicia sus enemigos lo triplicaban en número. Desembarcó y ordenó quemar las naves. Mientras ardían, reunió a sus hombres y les dijo: “observen cómo se queman los barcos. Ya no podremos regresar a casa huyendo. Ya no hay vuelta atrás. Vamos a regresar. Pero lo haremos de la única forma posible, en los barcos de nuestros enemigos.”
La primera impresión que uno tiene es que quemar las naves es una reverenda estupidez. Te estás quitando a vos mismo la posibilidad de huir. Vos mismo estás coartando tu propia libertad. ¿Quién en su sano juicio haría algo así? Pero Alejandro sabía, antes de la batalla, cuando todavía el temor no le nublaba la razón, que lo mejor era atacar. Y también sabía que luego el temor lo confundiría tanto que le podría hacer cambiar de parecer. Pero no quería cambiar de parecer, porque estaba seguro de su decisión. Por lo tanto, tomó medidas para obligarse a cumplirla. Quemar las naves no era coartar su libertad, era custodiarla de sí mismo, porque así logró hacer lo que realmente quería.
Paradójicamente, a veces, para ser más libres, para defender nuestra libertad, tenemos que atarnos. Como Ulises, que pidió que lo ataran al mástil de la embarcación para no arrojarse al mar, seducido por el canto de las sirenas.
Christián Carman