Séneca y las recetas a distancia
Por Christián Carman
Lucilio, el joven discípulo, le escribe a su maestro Séneca pidiéndole un consejo. Está seguro de lo que en teoría debería hacer, pero no tiene idea de cómo bajarlo a su realidad concreta. Lucilio sabe que no puede seguir con tantas ocupaciones si quiere dedicarse a la filosofía, porque le quitan la paz. Pero ¿debe dejar todas o solo las más demandantes? ¿debe dejarlas de golpe o de a poco? ¿tiene que esperar un poco más, acumular riquezas y luego sí dedicarse a la filosofía? A menudo nos encontramos en la misma disyuntiva: conocemos el principio que queremos aplicar, pero la aplicación concreta no nos resulta tan clara. Muchas veces, en la aplicación parecen chocar los principios. Quiero trabajar responsablemente para procurar un nivel de vida razonable para para mi familia y para mí. Pero también quiero pasar tiempo de calidad con mis hijos. Los dos principios los tengo clarísimos. Pero, en esta ocasión concreta: ¿tengo que faltar a la reunión que ya coordiné para ir a verlos a un acto escolar o no? No es tan fácil de decidir. Sé que decir la verdad es un valor, pero también quiero cuidar su autoestima, ¿le digo o no le digo cómo le queda ese nuevo corte de pelo?
Séneca le contesta que lamentablemente no lo puede ayudar a la distancia: “ciertos dictámenes sólo los hace quien está presente. El médico no puede señalar a través de cartas las horas de la comida o del baño: hay que tomar el pulso.” No queda otra, hay que estar ahí y conocer la situación concreta para decidir bien. Uno puede manifestar en términos generales “cuál sea el comportamiento usual, cuál el correcto” y sobre eso puede incluso escribir libros porque los principios son generales, pero “sobre cuándo y cómo debe uno actuar, nadie desde lejos dará un consejo, puesto que hay que decidir partiendo de la misma realidad”.
“Partir de la misma realidad”, ésa es la clave. Los antiguos y medievales tenían un nombre para esa virtud: la prudencia. Prudente para ellos no es el que no se juega, el que no es audaz. A veces, justamente, lo prudente es jugarse. La prudencia es la virtud que te permite aplicar correctamente los principios universales a los casos particulares. Te enseña a leer rápido la realidad, casi de manera instintiva, para saber qué hacer a cada instante. Para reaccionar bien y a tiempo.
Para los filósofos medievales es la virtud más importante. O sea, la que más contribuye a nuestra felicidad. De hecho, es necesaria para cualquier otra virtud. Por ejemplo, nadie puede dar a cada uno lo que le corresponde (o sea, ser justo) si no sabe lo qué le corresponde a cada uno en cada situación (o sea, si no es prudente). Y nadie puede ajustar sus deseos a la medida justa (o sea, tener templanza), si no conoce la medida adecuada para él o ella en esa situación (o sea, tener prudencia). La prudencia es el órgano de la vista de las otras virtudes, la que permite que entre en ellas la luz de la realidad.
Como le dice Séneca a Lucilio: si quieres ser prudente, “ponte, pues, al acecho de la realidad.”
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Christián Carman