Tengo un magún
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Por Christián Carman
Tengo como un magún, acá”, me dijo señalándose la boca del estómago. Me asusté. Le contesté que no sabía lo que era un magún. Me dijo que sentía como una opresión en el pecho. Me asusté más. Le pregunté si quería que llamáramos una ambulancia. Me contestó que no, que lo que sentía era un tipo de angustia, no algo físico. “Ah… –le dije ya más tranquilo– ¿por qué no me dijiste simplemente que estabas angustiada?”. “Porque no es una angustia cualquiera, es un magún”, me respondió. Hacía poco que estábamos casados y no era la primera vez que Emi y yo teníamos un malentendido por culpa del lenguaje. Ella nació en San Francisco, en esa zona de la provincia de Córdoba y Santa Fe que hacia 1880 recibió una gran inmigración de piamonteses y muchas de sus expresiones conservan ese origen.
Las palabras son increíbles. Que un pedazo de vibración del aire sea capaz de transmitir un pensamiento –o una emoción– es algo que no deberíamos naturalizar. Pero hay otra dimensión de las palabras que me encanta descubrir. Las palabras son portadoras de la historia, son como registros fósiles de la vida de nuestros antepasados. Como los genes, conservan y transmiten los orígenes de una generación a otra, aun cuando los portadores lo ignoren. Descubrirlo te hunde en la tradición –en tu tradición– de una manera fascinante. No me refiero a la etimología de las palabras (que también es genial), sino a esas expresiones que nacen en un contexto histórico determinado y, por alguna razón, perduran en el tiempo. Es hermoso averiguar de dónde viene, por ejemplo, “No hay tu tía”, “comerse un garrón”, “dorar la píldora” o “estar en babia”.
Cerca del 200 a.C. los romanos y los cartagineses se enfrentaron en una guerra feroz. Aníbal, el Terrible, comandaba las tropas cartaginesas. Hacía 15 años que resistía en las afueras de Roma, pero no lograban entrar. Entonces, su hermano decidió ir en su ayuda y una tarde del verano del 205 a.C., desembarcó con 12.000 infantes y 2000 caballeros a bordo de unas 30 naves en el puerto de Génova, que apoyaba a Roma. Los genoveses no estaban preparados. Fue una masacre. La ciudad quedó destruida en pocos días. El hermano de Aníbal continuó su camino hacia Roma. En Génova, sólo quedaron algunas mujeres con sus niños que, llorando entre el fuego y los escombros, empezaron a reconstruir la ciudad. El hermano de Aníbal se llamaba Magone, Magón, o Magún. Tal fue la angustia que produjo que, cuando las mujeres sentían esa sensación de falta de energía vital o de sentido de la vida, empezaron a decir que “tenían un Magún”, ahí, en su pecho, destruyendo su interior.
Desde el mismo puerto de Génova, unos 2000 años después, partían José Ruffino y Dominga Marengo, una pareja de agricultores que terminó en la Provincia de Santa Fe. En el barco nació su primera hija, Victoria, y en Santa Fe nacieron otros 15. La número 12 se llamó Dominga, como su madre, y fue la tatarabuela de Emi. Emi tenía razón, su magún no es una angustia cualquiera. Es, todavía hoy, un eco lejano del dolor que sintieron sus antepasados, unas 90 generaciones atrás, cuando vieron destruida su ciudad.
Christián Carman
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