Wittgenstein y los juegos del lenguaje
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Por Christián Carman
Todavía le dolía el brazo derecho que acababan de amputarle. Fue la única manera de frenar la infección que produjo el disparo en el codo. Había lamentado mucho que su carrera se viera interrumpida cuando lo llamaron a servir al ejército austrohúngaro en la Primera Guerra Mundial. Pero ahora sentía que todos sus proyectos se arruinaban para siempre. Era pianista. Y había perdido el brazo derecho. Todas las partituras que había aprendido de memoria ya no le servían. Pero no se rindió. Tuvo que aprender de nuevo a tocar el piano. Adaptó conciertos para tocarlos sólo con la izquierda y empezó a hacerse conocido. Logró que grandes compositores escribieran conciertos sólo para él, como el famoso Concierto de Piano para la mano izquierda en Re mayor que compuso nada menos que Maurice Ravel (el del bolero), para él. Paul Wittgenstein terminó siendo un famosísimo concertista de piano.
Era el octavo de nueve hermanos. No eran muy parecidos entre sí, pero tenían un aire de familia muy marcado. Aunque no hubiera un rasgo que compartieran todos, era obvio que eran hermanos. Jugaba, muy de chico, con el piano de su madre. Jugaba a ser pianista. Su hermano menor, Ludwig, lo miraba absorto. A él y a sus otros hermanos y hermanas. Todos jugaban a juegos distintos, menos él. Él miraba. Los hermanos pensaban que era aburrido. Pero no. Ludwig se preguntaba qué tenían en común todas esas actividades para ser llamadas “juegos”. Algo tienen que tener en común, si todos tienen el mismo nombre. Aristóteles enseñaba que las cosas que comparten el mismo nombre tienen una esencia en común, poseen ciertas condiciones necesarias y suficientes que lo definen. Toda figura cerrada que tenga tres lados, será un triángulo. La definición marca los límites con absoluta claridad: si tiene tres es triángulo, si no, no.
Pero ¿qué tienen en común todos los juegos? –se sigue preguntando ya de adulto Ludwig– “No digas –advierte– tiene que haber algo común entre todos ellos. Sino mirá si encontrás algo común” ¿Implican destreza física? Sí, muchos, pero no todos; el ajedrez y otros juegos de mesa, no. Bueno, pero siempre hay al menos dos bandos que compiten. En el solitario, no. Bueno, pero siempre hay cierta competencia y un ganador. Incluso en el solitario podés ganar o perder, ¿y quién era el ganador cuando Paul jugaba a ser pianista? No tienen ninguna característica que todos compartan. ¿Y cómo hacemos para reconocemos como juegos, si no comparten un rasgo en común? De la misma manera que todo el mundo notaba que Paul, Ludwig y los otros siete eran hermanos: todos los juegos tienen un aire de familia: una complicada red de parecidos que se superponen y entrecruzan. Esos límites, más borrosos de los que exige una buena definición, son suficientes para entendernos cuando hablamos. En el fondo, el mismo lenguaje es un juego. Aprender a jugar el juego del lenguaje no es estudiarse definiciones, de la misma manera que aprenderse partituras no es lo mismo que saber tocar el piano.
Christián Carman
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